jueves, 23 de septiembre de 2004

La mano que mece la... (Capítulo VIII)

Al parecer había estado largo tiempo dormida. El timbre del teléfono sonaba otra vez, en esta ocasión su tono estaba distorsionado por un eco reverberante. Intentó abrir los ojos pero de nuevo sentía aquella picazón irritante. La luz la molestaba como el primer día que llegó allí. Notaba de nuevo aquella mordaza "vintage". La habían drogado otra vez.
Oía risas, con aquel extraño eco producido por el narcótico, risas de niña, muy tímidas, apenas un ruidito. Podía diferenciar a dos niñas por el sonido distintivo de sus risitas. Soportó el dolor de abrir los ojos y vió que no eran niñas exactamente, pequeñas, sí, pero desarrolladas como jovencitas de veinticinco años. Una a cada lado de la cama. Dos ángeles perversos que aportaban compañía precisamente donde no se necesitaba. Eran dos hermanas gemelas de apenas metro y medio de estatura. Lo realmente extraño, pensó, era que su aspecto se mostraba como si hubieran reducido a dos chicas hirviéndolas en agua caliente durante mucho tiempo, tenían brazos y piernas bien torneados, sus rostros no padecían la grosería desgraciada de esa tara genética, sus bustos eran prominentes y hermosamente esféricos. Como los jíbaros hacían con las cabezas de sus enemigos, reduciéndolas hasta unos pocos centímetros de diámetro. Las enanas jíbaras. Las dos tenían el pelo liso y moreno recogido por una felpa de plástico azul, ojos azules remarcados sobre profundas ojeras, los rostros deliciosamente ovalados con una frente amplia y abultada como las damas renacentistas y una piel casi tan blanca como la habitación. Vestían como niñas buenas de escuela privada: un vestido azul estampado con pequeñas florecitas verdes y amarillas recogido en la cintura por una cinta de raso blanco enlazada a la espalda, con esos cuellos blancos, redondos y troquelados. Incluso llevaban calcetines blancos y zapatos de charol de punta redonda.
Mientras continuaban riendo y sonriéndose mutuamente, sus manitas acariciaban aquel cuerpo atado y destapaban excrutadoras pedacitos de su camisa, como un niño que juega a adivinar su regalo antes de abrirlo, divertidas, como un gato que juguetea con su presa. Las risas acompañaban al tiempo las furtivas caricias, casi podía jurar que las ondas tocaban en oleadas su maltrecho cuerpo, su sonido le mareaba de la misma manera que un perfume demasiado exótico.
- ¡Hola! - dijo efusiva la enana de la derecha. La saludó como un chiquillo saluda una visita de sus padres.
La enana de la derecha desabotóno un poco la camisa y sacó el pecho del sujetador. Apretó con fuerza el pezón, enrojeciéndolo, una sonrisa tensa de excitación resaltaba en su rostro mientras su hermana reía compulsivamente a la vez que intentaba subirse a la cama. Ella tiraba de los correajes intentando retirar los dedos de aquella salvaje criatura mientras un quejido acallado por la mordaza se escapaba de su garganta.
En ese instante la puerta se abrió de un golpe. Las dos chiquillas gritaron a un tiempo y se apresuraron en tomar una postura servil y avergonzada. La mujer de los ojos verdes observaba bajo el dintel con gesto de reproche la acción de las gemelas. Esta vez su pelo estaba recogido en una cola de caballo muy alta, el cabello estaba tan tenso que su aspecto era plano y liso. Sus altas botas de cuero sonaron agresivas cuando se acercó a la gemela que apretaba su pezón. El crujido del ceñido traje de vinilo, que cubría desde el mentón hasta manos y piernas, se anticipó al golpe que le asestó en la mejilla. La chiquilla bajó la cabeza sollozando. La mujer de los ojos verdes volvió a cubrir su pecho desnudo, observando antes si el daño había sido excesivamente grave.

- Habéis sido malas, ¡venid aquí! - ordenó a las enanas. Un sobresalto recorrió al unísono los cuerpecitos de las perversas enanas, como si la orden las hubiera agarrado con fuerza por los hombros.

Las enanas se colocaron temerosas frente a ella. La mujer de los ojos verdes les ató alrededor del cuello un grillete como los que la inmovilizaban a ella, sólo que estos tenían tres zafiros rojos formando un triángulo en su parte delantera. A continuación enganchó en las trabillas laterales dos cordones de cuero negro trenzado y tiró con fuerza de ellos. Las enanas no movieron ni un músculo durante toda la operación. La mujer de los ojos verdes tiró de sus "mascotas" y se sentó en la silla junto a la cama. Las enanas se sentaron a su lado, en el suelo, con sus cabecitas mirando el linóleo. La mujer de los ojos verdes la miró directamente a los ojos, inexpresiva. A su parecer, la mujer de la cama era sólo un objeto, una mercancía, un animal extremadamente delicado, pero indisciplinado al fin y al cabo. Tomó aire y dijo:

- Me llaman Leila. Ahora tenemos que hablar - dijo con voz suave pero firme.

Por alguna extraña razón, ella deseaba que aquel teléfono sonara ahora.

...Continuará...
Capítulo IX
Capítulo VII

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