La mano que mece la... (Capítulo VI)
Aturdida, abrió los ojos lentamente y un difuso resplandor blanquecino golpeó sus pupilas. Sus ojos estaban tan irritados y húmedos que no conseguía ver con claridad. Pensaba pastosamente, se sentía abotargada. Le dolían la cabeza, los brazos, las piernas. Estaba cómoda, aunque dolorida. Dedujo que estaba en una cama, en la sala de urgencias de algún hospital. Su cabeza le dolía tanto que pensó que un golpe seco en la cabeza era el posible motivo por el que no se encontraba ya en la discoteca.
Poco a poco, recobraba la consciencia e intentaba hacer un informe mental de su estado. Su mandíbula le daba punzadas leves de dolor, estaba como entumecida. Intentó mojar sus labios pero algún extraño objeto se lo impedía, no permitía unir sus labios pero sí podía respirar a través de él. Palpó con su lengua la porción introducida en su boca y notó una serie de agujeros formando circulos concéntricos. Mordió aquel extraño objeto y notó cierta resistencia gomosa. Entornó los párpados, el resplandor ya no era tan molesto. Dirigió la mirada hacia su nariz y observó media esfera de plástico rojo bajo ella. Estaba amordazada. Intentó aflojar aquella mordaza pero sus manos y pies estaban sujetos a la cama por unos grilletes de cuero negro curtido, recios pero enguatados en su interior. Quienquiera que fuese quien la retenía allí no deseaba marcas de grilletes en su cuerpo. Afortunadamente, seguía vestida.
La primera hipótesis quedaba descartada, al menos el ochenta por ciento. De alguna manera, tras aquel desmayo, alguien la había atado y amordazado a una cama en un lugar desconocido. Un panorama nada reparador. El pánico y el desconcierto se apoderaban de ella. ¿Quién la había llevado allí? ¿Por qué? ¿Para qué? Se esforzaba para no imaginar las respuestas a aquellas terribles preguntas.
Se armó de valor y oteó alrededor de la extraña habitación. No era muy grande, un rectángulo de unos pocos metros cuadrados . Quizás un dormitorio o - peor aún - un sótano, puesto que no tenía ventanas. Las paredes estaban pintadas de impoluto blanco, el mismo color que el linóleo del suelo. Podía vislumbrar una puerta blanca y lisa frente a los pies de la cama, a unos pocos pasos de ella. El único acceso a la habitación, al menos, el único visible. El escaso mobiliario de la estancia eran aquella gran cama de matrimonio, una pequeña mesilla auxiliar con un teléfono blanco sobre ella y una silla de gran respaldo, tallada en madera clara con apliques de marfil y un exultante tapizado rojo. Todos los objetos de la habitación eran psicóticamente blancos.
Agotada por las fuertes emociones y el entumecimiento de su maltratado cuerpo, la realidad se fue desvaneciendo, poco a poco, abandonándose a un reparador sueño que la despertase de nuevo en su cama, con alguna esquina de la sabana metida en su boca. Justo en el momento en que sus ojos se cerraban y su respiración era más profunda, sonó aquel teléfono.
...Continuará...
Capítulo VII
Capítulo V
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